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Lloro porque me da la gana, y sobre todo para que no me consuelen.



Lloro a escondidas y en silencio

quizás porque me enseñaron
que mostrar el llanto
roza lo obsceno.
Lloro sentada
en el suelo del baño
con la puerta cerrada
aunque no haya nadie en casa.
Porque incluso en la soledad del silencio
del pasillo oscuro y vacío
tengo que atrancar las puertas
antes de dejarme arrebatar por el llanto
de abrir las compuertas
y dejar de acallar los sollozos
que suben como mareas oscuras
sacando el dolor a fuerza de lágrimas.
¿Para qué encender la luz y gritar
si sé que no sirve para nada?
Para qué sacar el dolor a pasear
cuando hay penas tan íntimas
tan profundas y absurdas
que nunca conseguiremos deletrearlas?
Penas que te cogen a contrapie
por lo inesperado,
penas que te pillan como sorprendida
en la penumbra
y te hacen mirar alrededor,
mirar a todos sucesivamente
y buscar los cigarrillos en el bolso
o sobre la mesa
tanteando como si quisieras salir de algo
que no consigues comprender
de una especie de sueño
que roza la pesadilla
y en el que te ahogas sin saber
como despertarte
cuando en realidad llevas milenios despierta
con los ojos abiertos mirando la oscuridad
y sin poderlos cerrar
ni para descansar.
 
y luego están siempre
esos golpes en el cielo raso
que te recuerdan
que no debes llorar demasiado alto
y mas sabiendo como sabes
que nadie entenderá esta pena
de haber perdido
algo que nunca quisiste
y que solo supiste perdido
ya cuando no tenía remedio-
cuando ya no era tuyo.